La Guadalupana, la Guadalupana…

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félix cortés camarillo.

El perfil religioso de los mexicanos es tan enigmático como su esquema de pensamiento mágico; muy probablemente estén íntimamente entrelazados. El mestizaje, esa capacidad de simbiosis entre dos entidades sólidas y magníficas, encuentra su mejor expresión en la singular expresión que el culto mariano adquiere en México.
Durante muchos años, le dijimos a nuestros escolapios lo que a nosotros nos habían dicho antes: que el noventa y ocho por ciento de los mexicanos se declaraba católico. Eso no se lo cree ni el más iletrado recopilador de datos del censo.
El fenómeno del abandono masivo del catolicismo en el mundo no necesita explicaciones. Digamos que la expansión del catolicismo fue el primer ensayo de una globalización primitiva en su metodología -la Santa Inquisición, verbigracia- pero efectiva en sus logros. Las otras doctrinas se mantuvieron en sus cotos de poder geográficos o sociales: el Islam, Buda y el Judaísmo, desde luego.


Con el avance de la revolución de la información dio comienzo la nueva globalización, esa sí más real. En los senderos de la fe, el catolicisimo abandonó el latín como exclusiva lengua para la celebración de sus rituales, toda vez que las renovadas ramas de la Reforma de Lutero y Calvino llegan con mucho mayor impacto al pueblo al usar su propia lengua, y al despojar a sus ministros de los ropajes de oro y plata que siguen caracterizando a los curas.
Simultáneamente, el acceso a “otros datos” nos abrió los ojos a otras modalidades de venerar a una deidad: las diversas ramas del hinduismo, y disciplinas orientales que mezclan la meditación con la cultura física y una marcada espiritualidad se fueron abriendo espacios especialmente entre los jóvenes de entonces. Y los de ahora.
Que, por otra parte, requieren cada vez menos de una iglesia, un rito y un pastor para cultivar una convicción tan íntima como reconocer a un Dios y honrarlo.
Todo eso impactó a la feligresía católica mexicana, o por lo menos la modificó: Con toda seguridad la mayoría de los mexicanos no son católicos. Sin embargo, estoy seguro de que de alguna manera son marianos. Guadalupanos, para ser exactos. Tanto, que no manifiestan abiertamente su catolicismo, pero sí lo hacen con la fe guadalupana.
Y ahí están las peregrinaciones que repiten todos los años, como se repiten también las muertes en “accidentes” de automovilistas que arrollan, cual energúmenos gringos, con las tranquilas procesiones que usan un carril definido de la calle y generalmente van precedidas de vehículos de advertencia para que los automovilistas briagos tomen alguna precaución. Cosa que no hacen.
Es bien sabido que el rito-mito guadalupano tiene raíces bien nutridas en la diosa prehispánica Tonantzin, a quien los taimados indios vencidos seguían venerando con su copal y sus danzas mientras simulaban hacer culto a la virgen que trajeron los españoles. Estos, igualmente taimados, hicieron que la imagen de Guadalupe adquiriese el tono moreno de los americanos originales.
Pandemia cuarta simulación u obstáculos artificiales de la iglesia, la devoción guadalupana está aquí y no se va. Y la vamos a seguir aplaudiendo.
Después de todo, los mexicanos tenemos ya tan pocas cosas que aplaudir…

PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): con todo respeto, señor presidente, cómo dice García Márquez a través del más emblemático de sus personajes: todo se sabe. ¿Qué necesidad había del simulacro en torno al aeropuerto de sus amores? Los mexicanos no necesitábamos que nos dijera que en 45 minutos podemos estar en Santa Lucía desde el centro de la capital.

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