FÉLIX CORTÉS CAMARILLO
Un conocido mío que se caracteriza por sus sueños de volverse millonario, me comentó hace días que si él hubiera sabido hace tres años lo que iba a venir hubiese montado rápidamente dos fábricas Una de cubre bocas y otra de gel antibacterial. No requieren de materias primas sofisticadas. Retazos de tela para una, alcohol y gelatina neutra para la otra. Tal vez si sus virtudes adivinatorias hubieran funcionado hoy ya no me dirigiría la palabra porque perteneceríamos a clases sociales distanciadas.
La guerra es una industria que el hombre inventó para desposeer a otros hombres de tierras o bienes. El botín de guerra fue raíz y sustento de muchas fortunas desde la Edad Media. En el siglo pasado descubrimos que, además, era un motor importante de la industria en general. Desde luego que una guerra consume en demasía armamento y municiones, que de por sí en su manufactura dan trabajo a muchos hombres. Sin embargo, la guerra genera otras necesidades de abastecimiento, desde los uniformes, zapatos hasta catres y tiendas de campaña para que los soldados duerman o vehículos en los que se transporten.
De manera singular, la Segunda Guerra Mundial incidió en estos fenómenos transformadores. Con los hombres enlistados en las fuerzas armadas y el incremento de la producción de las fábricas en sus países, las mujeres tuvieron que integrarse a la fuerza de trabajo, dejando de lado las labores domésticas. Una de las consecuencias directas más notables fue la liberación femenina, que tuvo impacto no solamente en su vestido y presentación, sino en sus hábitos y su moral.
Las guerras actuales ya no son lo mismo, aunque sigan generando empleos y provocando consumos mayores de todo tipo. Especialmente los energéticos, que son los que mueven todo, desde electricidad hasta abarrotes. Con la economía finalmente globalizada, sus efectos son ineludibles. No importa lo que el presidente López nos diga en las mañaneras: la guerra de Ucrania nos está afectando ya a los mexicanos.
De una manera artificial y costosa, el gobierno de México tiene que meter todos los días las manos a sus bolsillos cada vez con menos dinero para subsidiar el precio de las gasolinas para que su natural incremento no se refleje en el ánimo de los consumidores. No le perdonaríamos al presidente López que abiertamente traicionara una de sus promesas de campaña y de gobierno: la gasolina no va a subir. Desde luego que en estos tres años de cuarta simulación la gasolina ha subido, pero poco a poquito. En los Estados Unidos, el precio promedio nacional del galón de gasolina pasó de dos dólares a casi seis.
La gasolina que quemamos diariamente los mexicanos se compra en dólares a los Estados Unidos.
Sí, claro, en principio el precio del petróleo crudo se ha disparado, y aunque la calidad de nuestro aceite de exportación es pésima, ese incremento en el precio del barril beneficia a nuestra hacienda. Sin embargo, las ganancias no alcanzan para pagar un litro de gasolina que, viendo la realidad, debiera costar más de 35 pesos el día de hoy.
La gasolina no se come, es cierto. Pero todo lo que ingerimos, calzamos, vestimos o usamos para entretenimiento consume gasolina para transportarse o producirse. Y las reservas del erario mexicano no son infinitas. Los primeros perjudicados serán, inevitablemente, los beneficiarios de los programas de bienestar social: ninis que ni estudian ni trabajan, agricultores que no siembran pero sí talan árboles, y adultos mayores pensionados.
Y si no, ya veremos. Acabaremos entrando en la guerra, al querer o no.
PREGUNTA PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): con todo respeto, señor presidente, ¿usted se creyó el cuento de que nadie murió en la madriza del estadio de Querétaro? Yo no.
felixcortescama@gmail.com
miércoles, 9 de marzo de 2022